Author Archive

El Laberinto Orientado

lunes, febrero 9th, 2009

Laberinto orientado Aún recuerdo la primera vez que me adentré en los cerros de Valparaíso. Una buena amiga que jugaba de local me tomó de la mano y me llevó por lugares singulares en un frenético tour, sin darme la posibilidad de tomar conciencia por dónde iba, y menos, de poder orientarme.

Caminábamos por una calle del plan bordeando un edificio gris cuando, de un tirón, me introdujo en una pequeña puerta, a la que le seguía un pasillo angosto que remataba en un torniquete de control… Hasta ese momento, yo no sabía donde estábamos.

Luego me subió en una pequeña cabina que rápidamente empezó a trepar por la ladera, aferrándose a unos rieles metálicos, chirriando, mientras otra cabina similar bajaba como un gato cuyas garras no eran suficientes para evitar el deslizamiento hacia los pies del cerro. Poco después me di cuenta que ambos animales iban amarrados entre si por un grueso cable, siguiendo un ritual bastante elemental que aprovechaba la fuerza de gravedad.

Una vez arriba, mientras yo miraba embobado el mar que ya había hecho su entrada triunfal, ella me expulsó de la boletería-sala de espera-punto de encuentro, y me llevó de una carrera hacia un paseo que seguía la cota del cerro. Pero la tranquilidad no me iba a durar mucho rato… De otro tirón me introdujo de nuevo en el cerro, subiendo por unas escaleras, después doblando una esquina, después otra y a continuación nos metimos por un vacío en medio de una casa, que resultó ser el Pasaje Bavestrello, y cuyo nombre nunca se me olvidó porque había un cartel con letras perforadas a través de las cuales el sol jugaba con las sombras y las proyectaba sobre un muro del edificio-pasaje.

Bajamos, doblamos y volvimos a subir. Y así varias veces, alternándose en cada ocasión el orden de las acciones emprendidas. Rampas, escaleras y nuevamente un ascensor que nos devolvería a los pies del cerro, dejándonos orientados nuevamente en el plano de la ciudad.

Ese día dormí intranquilo. Con una inquietud como de niño en la víspera de Navidad. En mi memoria se sucedían las imágenes de edificios con calaminas de múltiples colores, muros de ladrillos, improvisadas obras de arte callejeras, soluciones inesperadas para barandas, gradas, accesos a distintas alturas… Y yo no era capaz de darles un orden coherente.

Fue mucho tiempo después que descubrí el Hilo de Ariadna, o, mejor dicho, esa hebra interminable representada por las soleras de las calles en los cerros que permiten orientarse a través de señas, colores y letras que lo van guiando a uno desde el suelo con eficiencia digna de elogio.

Ya habría querido tener estas soleras marcadas esa vez que la medina de Fez me llevó a la desesperación, mientras un par de muchachos ociosos me perseguían y se reían de mi evidente incomprensión, no sólo de la lengua árabe, sino también de las reglas de orientación de ese laberinto…

Sólo la regular y reconocible forma del patio interior del riad logró tranquilizarme, y permitió que mis sentidos volvieran a embriagarse con el sabor del té a la menta, el aroma de los naranjos, el sonido del agua de la fuente, con la vista y el tacto danzando sobre los azulejos de ininteligibles símbolos.

¿Que condiciones básicas deberá considerar el Hotel de los Sentidos para permitirle a sus huéspedes descansar -aunque sea un instante- del Minotauro porteño?

Fernando Vogel, arquitecto del Colectivo Valparaíso

Buenos Aires sin alardes

domingo, febrero 8th, 2009

laplata De todos los hoteles, supuestamente con encanto, a los que fui a husmear en la Capital Federal, sólo uno me llamó realmente la atención. De partida, me gustó que esa calle fuera de fachada continua, y que el hotel no la descontinuara. El volumen del hotel no se separaba del resto, ni tampoco descontinuaba la armonía de la manzana al agregar marquesina, logo, publicidad… Acaso un pequeño cartel confirmaba que la dirección que uno había visto en Internet era la correcta.

Mentalmente me transporto a los ascensores de Valparaíso. Me gusta que en la mayoría de ellos el acceso sea (casi) una puerta más dentro de un edificio, y a su vez éste sea uno más dentro de un barrio determinado. Me gusta que ello pueda constituir una sorpresa para el viajante atento, y que pueda evitar las hordas masivas que buscan el cliché turístico, ese que se anuncia con marquesina.

Traspaso la pesada puerta, ya con la expectativa instalada en mis sentidos, y entro a lo que podría ser una casa, pero no es. A lo que podría ser un hotel, pero no es. A lo que podría ser una fábrica refaccionada, pero no es…

Lo primero que veo es un ascensor antiguo que me lleva directamente al segundo piso, a la que habría sido mi habitación, si no hubiera estado reservada. Un espacio amplio con perforaciones hacia distintas orientaciones que hacían entrar la luz natural con misterio. Una bañera antigua en un lugar privilegiado de la habitación, me indica que estos tipos saben que darse un baño no es un castigo que hay que esconder entre cuatro paredes, sino que es un disfrute de los sentidos que debe tener un sitial de honor.

Me asomo al balcón y veo que al otro extremo del jardín interior hay un volumen aislado con una habitación desde la cual flamea una gran cortina blanca, entrando y saliendo de la ventana, como haciéndome señas para que fuera a ver lo que había ahí detrás.

Afortunadamente la pareja de ingleses celebró mi curiosidad y compartió conmigo –casi con orgullo– el casual desorden de su habitación, que transmitía un mensaje de ambiente acogedor.  ¡Es un contenedor ideal para la vida real…!, fue lo primero que pensé mientras se me erizaban ligeramente los pelos en los brazos. A mi espalda, y a intervalos irregulares y aleatorios, la brisa cedía su puesto en la ventana a la blanca cortina flameante.

Fernando Vogel, arquitecto del Colectivo Valparaíso

“Wonderfully eccentric”

martes, enero 13th, 2009

dance colours

Me pareció una buena descripción para el hotel donde pasaría mi cumpleaños número 30. Hice la reserva con los ojos cerrados sin saber más del lugar. Luego el TGV de Bruselas a París. Pero lo mejor vino al llegar al lugar y seguir pensando lo mismo: maravillosamente excéntrico. Expectativas cumplidas aún teniendo la vara alta. Un lugar en que nada parecía imposible. Múltiples puertas, que en el fondo eran pasajes secretos a lugares desconocidos: un hammam cargado de vapores etéreos, un patio elevado con árboles casi irreales en la penumbra, una escalera interminable que formaba un espacio escultórico que se perdía hacia los pisos superiores…

No alcancé a terminar de anotar mi fecha de nacimiento en el pesado libro, cuando llegó el encargado con pequeños jarros de café turco para celebrar. Esto sí que es una recepción, pensé, mientras tomaba conciencia de estar en un recinto lleno de flores secas colgando del cielo, y por un momento creí que era yo el que había entrado al revés, caminando por el cielo de este espacio poblado por plantas dispuestas en una verticalidad perfecta.

¿Que importancia tiene un viejo libro cargado de fechas de nacimientos, letras y números garrapateados, que en el fondo no le importan a nadie, mientras exista un café de bienvenida con mucha borra en la que predecir los inciertos momentos futuros…? ¿Necesitamos un funcionario-recepcionista o queremos sorprendernos con un medium que nos ayude a adentrarnos en esta nueva experiencia que para los más conservadores seguiremos llamando “Hotel de los Sentidos”?

Cierro los ojos y me encuentro rodeado de muros pintados como invitación a transportarme al desierto del Sáhara, y empiezo a sentir el calor irradiado por la arena, cuando, de pronto, una voz me trae de vuelta a mi habitación a dos cuadras del Sena: Bon anniversaire!!

Fernando Vogel, arquitecto del Colectivo Valparaíso

Rituales de entrada y salida

martes, enero 6th, 2009

Cada vez que llego a un lugar nuevo, la sorpresa es un elemento clave para mí. Al contrario, cuando me voy de un lugar en el cual he pasado momentos intensos -no necesariamente mucho tiempo- siempre siento la necesidad de despedirme de ese lugar. Generalmente busco un instante en solitario, ojalá en el rincón en el que mis sentidos estuvieron más a gusto o frente a la vista que me punzó el corazón, y hago un breve ritual de despedida. ¿Seré el único? ¿Qué hace el resto de los viajeros cuando se va de un lugar que les tocó el corazón y los sentidos? Sería interesante saberlo.

¿Debemos entonces continuar saliendo por el mismo lugar por donde entramos? ¿No es el acto de sorprenderse, digo llegar, algo totalmente distinto al acto de despedirse?

Pienso ahora en Valparaíso. Especialmente en las laderas de sus cerros. Pienso en lo distintas que son las experiencias al subirlas o bajarlas. El subir con la pendiente frente a los ojos y entre volúmenes construidos, pegados a izquierda y derecha. Un caminar ralentizado, contenido, cobijado, sin fugas, con la vista puesta en lo inmediato… Mientras que –al menos para mí- bajar los cerros en Valparaíso implica conectarme con el horizonte, con la mirada en el Pacífico-infinito o Infinito-pacífico… Implica predisponerme a volar.

Pienso que nuestro hotel de los sentidos no puede estar ajeno a algo tan propio de esta ciudad. Pienso en un hotel con dos rituales distintos, uno para llegar, otro para irse. Con recintos, circuitos y accesos distintos. O a lo mejor los recintos pueden ser los mismos, pero se recorren o se habitan de una manera distinta. Sus características pueden estar condicionadas por la ciudad: por la geografía, por las vistas, por esa distinta condición de subir o bajar, y por lo que implica en esencia el entrar o el salir, o el sorprenderse y el despedirse.

Entrar en Valparaíso implica venir cargado de imágenes, sonidos, aromas y también de percepciones táctiles -muchas de ellas a través de la suela de los zapatos- y llegar a un lugar donde se domestican o procesan esas sensaciones. La mayoría de ellas se esfuman, pero algunas persisten. Y por qué no pensarlo, esas que son persistentes incluso se potenciarían en el lugar de llegada, bajo la batuta de la arquitectura de los sentidos. El salir del hotel como un acto casi contrario al entrar… Pasar de un estar templado-controlado-protegido y salir expulsado hacia la ciudad, quedar expuesto a las mismas imágenes, sonidos, aromas y tactos que conocimos antes de entrar… ¿O serán otras sensaciones distintas?

De sólo pensarlo, ya quisiera que fueran distintas, nuevas e impredecibles.

¿Acaso no es eso Valparaíso? ¿Acaso no es esa integral de sorpresas a cada vuelta de esquina lo que nos fascina de esta ciudad?

Fernando Vogel, arquitecto del Colectivo Valparaíso

Cerros núbiles de Valparaíso

domingo, diciembre 28th, 2008

A Valparaíso me lo imagino como un corro de niñas.  Cada una representando a un cerro. Y el conjunto de ellas abriéndose hacia el mar, dejando al plan y al puerto protegido en su retaguardia.

Estas niñas tienen mucho en común… cosas de mujeres. Pero lo más fascinante son sus diferencias. Todas tienen curvas, pero algunas son más voluptuosas. Algunas parecen hermanas que van tomadas de la mano, otras guardan distancia prudente y se miran de reojo. Otras son irreconciliables, y la distancia entre ellas es un abismo, o mejor dicho: una quebrada.

Cada una está parada al borde del plano, que en algunas partes es tan escaso que deja a estos pies de niña a punto de caerse al mar. Otros pies están más lejos y se olvidan de la orilla.

Si tuviera que elegir lo más representativo de estas chicas, sin duda me quedaría con sus piernas. Y la mejor experiencia sería trepar esas piernas para llegar a sus cinturas y desde ahí voltear la vista y descubrir el mar. Algunas chicas son difíciles, y a uno se le puede ir la vida en la trepada. Pero hay otras que se han apiadado con los que se afanan día y noche con subir y bajar de sus cinturas, y les han dejado salvavidas con nombre de ascensor: “Espíritu Santo, Artillería, Lecheros, Polanco…”. Pero hay algunos que prefieren recorrer el continuo de sus cinturas, y descubrir desde ahí las vistas intermitentes del mar que se alternan entre sus cuerpos. A este largo cinturón que une a las más amigas le llaman Avenida Alemania.

Llama la atención un par de hermanas inseparables, que contornean los mejores cuerpos de la ciudad. A ellas sus padres les compraron las mejores vestimentas, y ahora sus sobrinos les regalan nuevos accesorios y también algunas joyas. Una se llama Alegre. Y, la otra, Concepción.

Pero a mí me llaman más la atención otras chicas. Otras que no muestran tanto el escote, y que no usan minifalda. Bajo la suciedad de sus rostros se adivina la belleza y el carácter. Sus ropas en algunos casos parecen harapos, pero las curvas que se dejan ver entre los jirones, son de poner nervioso al mejor modisto. Y por qué no decirlo, a los mejores arquitectos también. Y a los más sensibles.

Yo veo que algunas de esas chicas -a las que no han invitado a un baile desde hace mucho- se mueren de ganas por bailar. Y de regalarles un nuevo vestido, creo que estarían dispuestas a todo. O a casi todo.

Fernando Vogel, arquitecto del Colectivo Valparaíso