De todos los hoteles, supuestamente con encanto, a los que fui a husmear en la Capital Federal, sólo uno me llamó realmente la atención. De partida, me gustó que esa calle fuera de fachada continua, y que el hotel no la descontinuara. El volumen del hotel no se separaba del resto, ni tampoco descontinuaba la armonía de la manzana al agregar marquesina, logo, publicidad… Acaso un pequeño cartel confirmaba que la dirección que uno había visto en Internet era la correcta.
Mentalmente me transporto a los ascensores de Valparaíso. Me gusta que en la mayoría de ellos el acceso sea (casi) una puerta más dentro de un edificio, y a su vez éste sea uno más dentro de un barrio determinado. Me gusta que ello pueda constituir una sorpresa para el viajante atento, y que pueda evitar las hordas masivas que buscan el cliché turístico, ese que se anuncia con marquesina.
Traspaso la pesada puerta, ya con la expectativa instalada en mis sentidos, y entro a lo que podría ser una casa, pero no es. A lo que podría ser un hotel, pero no es. A lo que podría ser una fábrica refaccionada, pero no es…
Lo primero que veo es un ascensor antiguo que me lleva directamente al segundo piso, a la que habría sido mi habitación, si no hubiera estado reservada. Un espacio amplio con perforaciones hacia distintas orientaciones que hacían entrar la luz natural con misterio. Una bañera antigua en un lugar privilegiado de la habitación, me indica que estos tipos saben que darse un baño no es un castigo que hay que esconder entre cuatro paredes, sino que es un disfrute de los sentidos que debe tener un sitial de honor.
Me asomo al balcón y veo que al otro extremo del jardín interior hay un volumen aislado con una habitación desde la cual flamea una gran cortina blanca, entrando y saliendo de la ventana, como haciéndome señas para que fuera a ver lo que había ahí detrás.
Afortunadamente la pareja de ingleses celebró mi curiosidad y compartió conmigo –casi con orgullo– el casual desorden de su habitación, que transmitía un mensaje de ambiente acogedor. ¡Es un contenedor ideal para la vida real…!, fue lo primero que pensé mientras se me erizaban ligeramente los pelos en los brazos. A mi espalda, y a intervalos irregulares y aleatorios, la brisa cedía su puesto en la ventana a la blanca cortina flameante.
Fernando Vogel, arquitecto del Colectivo Valparaíso