Aún recuerdo la primera vez que me adentré en los cerros de Valparaíso. Una buena amiga que jugaba de local me tomó de la mano y me llevó por lugares singulares en un frenético tour, sin darme la posibilidad de tomar conciencia por dónde iba, y menos, de poder orientarme.
Caminábamos por una calle del plan bordeando un edificio gris cuando, de un tirón, me introdujo en una pequeña puerta, a la que le seguía un pasillo angosto que remataba en un torniquete de control… Hasta ese momento, yo no sabía donde estábamos.
Luego me subió en una pequeña cabina que rápidamente empezó a trepar por la ladera, aferrándose a unos rieles metálicos, chirriando, mientras otra cabina similar bajaba como un gato cuyas garras no eran suficientes para evitar el deslizamiento hacia los pies del cerro. Poco después me di cuenta que ambos animales iban amarrados entre si por un grueso cable, siguiendo un ritual bastante elemental que aprovechaba la fuerza de gravedad.
Una vez arriba, mientras yo miraba embobado el mar que ya había hecho su entrada triunfal, ella me expulsó de la boletería-sala de espera-punto de encuentro, y me llevó de una carrera hacia un paseo que seguía la cota del cerro. Pero la tranquilidad no me iba a durar mucho rato… De otro tirón me introdujo de nuevo en el cerro, subiendo por unas escaleras, después doblando una esquina, después otra y a continuación nos metimos por un vacío en medio de una casa, que resultó ser el Pasaje Bavestrello, y cuyo nombre nunca se me olvidó porque había un cartel con letras perforadas a través de las cuales el sol jugaba con las sombras y las proyectaba sobre un muro del edificio-pasaje.
Bajamos, doblamos y volvimos a subir. Y así varias veces, alternándose en cada ocasión el orden de las acciones emprendidas. Rampas, escaleras y nuevamente un ascensor que nos devolvería a los pies del cerro, dejándonos orientados nuevamente en el plano de la ciudad.
Ese día dormí intranquilo. Con una inquietud como de niño en la víspera de Navidad. En mi memoria se sucedían las imágenes de edificios con calaminas de múltiples colores, muros de ladrillos, improvisadas obras de arte callejeras, soluciones inesperadas para barandas, gradas, accesos a distintas alturas… Y yo no era capaz de darles un orden coherente.
Fue mucho tiempo después que descubrí el Hilo de Ariadna, o, mejor dicho, esa hebra interminable representada por las soleras de las calles en los cerros que permiten orientarse a través de señas, colores y letras que lo van guiando a uno desde el suelo con eficiencia digna de elogio.
Ya habría querido tener estas soleras marcadas esa vez que la medina de Fez me llevó a la desesperación, mientras un par de muchachos ociosos me perseguían y se reían de mi evidente incomprensión, no sólo de la lengua árabe, sino también de las reglas de orientación de ese laberinto…
Sólo la regular y reconocible forma del patio interior del riad logró tranquilizarme, y permitió que mis sentidos volvieran a embriagarse con el sabor del té a la menta, el aroma de los naranjos, el sonido del agua de la fuente, con la vista y el tacto danzando sobre los azulejos de ininteligibles símbolos.
¿Que condiciones básicas deberá considerar el Hotel de los Sentidos para permitirle a sus huéspedes descansar -aunque sea un instante- del Minotauro porteño?
Fernando Vogel, arquitecto del Colectivo Valparaíso
Tal vez el huésped del Hotel de los Sentidos no busque precisamente el descanso, sino sentirse vivo, tomar «consciencia» de que todavía le pueden sorprender. Creo que esto nos lleva de nuevo al planteamiento del concepto «no Hotel». A un Hotel uno va a reposar el cuerpo a un «no» Hotel uno va a vivir una experiencia. ¿Es posible conseguir las dos cosas? Ojala pudieramos encontrar el equilibrio perfecto, creando la receta magistral que cure el cuerpo y el espíritu al mismo tiempo. El instante de descanso lo encontrará el huésped cuando sea capaz de mimetizarse con el entorno y hacerlo suyo.