En Lima estuve almorzando la semana pasada con Gastón Acurio en su flamante cebichería La Mar. De riguroso atuendo negro, en plan viejo roquero que nunca muere, el precursor de la nueva cocina peruana y probablemente el personaje más influyente del Perú en la actualidad se ha explayado de la A a la Z en defender la biodiversidad alimentaria peruana y la ética que debe presidir el ejercicio de la buena vida. Desde su apoyo sentimental y culinario en Astrid hasta su militancia en favor de la cocina autóctona y la escolarización coquinaria de los jóvenes peruanos. Ello en un momento en que la economía nacional todavía crece al 7% y no muy lejos del idílico movimiento Slow Food.
Gastón Acurio ha extendido a toda América y también a España su cadena de restaurantes Astrid y Gastón o sus cebicherías minimalistas La Mar. En proyecto tiene, además, una red de hoteles ecocomunitarios que operarán bajo la marca Nativa y cuya primera apertura está prevista a finales de 2009 en el Valle Sagrado. Durante los próximos años, la cadena alcanzará la veintena de establecimientos en Perú y, después, se proyectará por toda América Latina. A tal propósito le sugerí que visitara antes en Asia alguno de los Amanresort más rutilantes, así como los hoteles más relevantes de los grupos Six Senses y Como, siempre bajo la sombra alargada de la marca chilena Explora, que tuvo en sus manos la posibilidad de inaugurar hace años un hotel de lujo en Machu Picchu.
Entre causas limeñas, tiraditos y cebiches, y un reventón de cangrejo muy postinero, el artista de la cocina chifa-nikkei-amazónica o como se le quiera llamar a este tsunami peruano que acaba de recoger un premio a su trayectoria en Madrid Fusión me aseguró que se convertirá en un asiduo a nuestro Foro de la Ruina, al igual que sus amigos Ferran Adrià y Juan Mari Arzak, de quien lo aprendió todo durante sus años de estudiante en Madrid. Hijo de un conocido político peruano, Acurio se matriculó en la Universidad Complutense para cursar estudios de Derecho hasta que un día le anunció a su pasmado progenitor que lo suyo eran los fogones. Y se marchó a estudiar cocina en lugar de leyes al Alto de Miracruz, en San Sebastián, allá donde reinaba sin sombra el genial Arzak.
Quién le iba a decir entonces a su egregio padre que el cocinero Gastón llegaría incluso más alto que él en la consideración de los peruanos… Y es que hemos tenido que quemar herejes y provocar holocaustos hasta llegar a un punto de la Historia en que un chef sea mejor valorado que un político en el star system universal.
¿Cómo esto?, se preguntó en un momento del almuerzo Gastón Acurio. "Pues gracias a aquello que me infundió mi padre y que se conoce aquí como el buen nombre…", respondió a renglón seguido.
No se lo dije, pero en ese instante me estremecí. Recordé que mi padre también hablaba con frecuencia del "buen nombre". Ya desde muy niño sabía a qué se refería. Y a lo largo de mi vida profesional no he hecho otra cosa que cultivar y preservar la buena reputación de mi apellido. No el pedigrí o el honor de la familia. No el lustre de mi ascendencia o su herencia a través de las sucesivas generaciones. No la boca llena de palabrerías. Sino la expresión pública de la honradez y la conducta cabal, la satisfacción del deber cumplido, el placer de hacer bien las cosas y reconocer a su vez las cosas bien hechas, la rectitud en el obrar de las personas, el rigor en el ejercicio de la profesión, la bondad y la generosidad con los transeúntes… En definitiva, el no ofender a nadie ni dar pie a que te retiren el saludo por la calle.
El buen nombre extrapolado al mundo empresarial sería equivalente a eso que llamamos el prestigio de marca. Un concepto más vigente que nunca en estos tiempos de Madoffs, Martinsas Fadesas o Marbellas. La ambición desmedida de algunos y la chabacanería de otros atentan, desde luego, contra el buen nombre de sus empresas. Y, al final, viene lo que viene. Irrevocablemente, el mal nombre.
Es una lástima que en el turismo haya quien llegue a destruir en un solo día lo que otros han empleado años en construir. Que haya quien no tenga empacho en vender habitaciones de saldo por miedo a esta crisis, sin conciencia del daño que esta política ocasiona al buen nombre de sus negocios. Que cadenas muy reconocidas persigan ajustes en sus costes tan demoledores como la merma de sus plantillas y la desatención en el servicio a sus clientes. O que se inunden los periódicos y webs de anuncios impúdicos con nuevos proyectos inmobiliarios imposibles de financiación pero efectivos a la hora de extender una cortina de humo sobre el horizonte hotelero.
Nada de esto protege el buen nombre de nadie.
Fernando Gallardo