Recién aterrizado en Santiago de Chile, sin pegar ojo en toda la noche, tomo acomodo en el cuarto 1207 del hotel Ritz-Carlton, el más lujoso de la capital chilena. Todo permanece tal cual estaba el año pasado por estas mismas fechas. Reconozco a los conserjes, al personal de recepción, al encargado del bar… Me reconocen por mi nombre y, algunos, ya les vale, se acuerdan incluso de mí. Arquitectura de los sentidos, poca. Pero, ¿acaso no es tan importante como el espacio en que nos movemos que nos veamos reconocidos en él? Lo uno no ha de ir en detrimento de lo otro. Aquí, como en los buenos hoteles de toda la vida, se hacen cargo del equipaje al llegar, te ofrecen apresuradamente un zumo refrescante antes de pasar por el trance del check-in, el sistema de recepción extrae en segundos tus datos y, sin darte cuenta, ya estás instalado en tu dormitorio con la lección aprendida de cómo conectarte a Internet y cómo funcionan los mandos de tu estancia.
Lo primero, a continuación, es situarte en tu entorno. Yo, como las mujeres objeto de estadística, tiro enseguida hacia el baño a reconocer el set cosmético: Bvlgari personalizado para la cadena Ritz-Carlton. Empezamos bien. Luego fisgo en el armario, compruebo que el suelo está limpio, me aclimato a la temperatura de la habitación. O, mejor dicho, la habitación se aclimata a mi temperatura corporal, inmigrada desde el verano madrileño hasta este invierno santiagueño. Miro a través de la cristalera cómo apenas se dibuja tras el smog el perfil de la cordillera andina. Y vive dios que hay que mirar alto: 6.000 metros de altitud flanquean el extrarradio capitalino.
… sigue (más…)