No recordaba que en España hacía frío por estas fechas, ni que la lotería provocaba un efecto de catarsis sobre nuestras conciencias. Una dilución del tiempo y la memoria que me ha permitido aterrizar esta mañana en Barajas sin que nadie me hablara, por primera vez en muchos meses, de crisis… Somos felices cuando nos lo proponemos. Y muy sensibles a que nos saquen los colores cuando nos medimos cara a cara con el problema. ¿Seré yo un inválido para salir de esta crisis?, nos preguntamos cuando vemos las barbas de nuestro vecino pelar.
Una cosa es cierta. Lo que me ha helado el semblante esta mañana en Madrid no ha sido el termómetro, sino el precio del taxi a casa. ¿Cómo se puede entender una diferencia de precio cuatro veces mayor a lo que acostumbraba días pasados en Santiago de Chile? ¿Cómo se justifica que una cena en Astrid y gastón me cueste 40 euros allí cuando no sales por menos de 100 euros en Madrid? ¿O que los costes inmobiliarios sean hasta la décima parte en la capital chilena frente a la española?
En verdad no existe, a mi juicio, tanta diferencia en calidad de vida entre un lugar y el otro. Ni una mejor exigencia administrativa, económica o política. Es de suponer entonces que vivimos un insano espejismo. El de creernos los más productivos de todos, los más abiertos económicamente al futuro, los más sabios y los más guapos del universo. Nos creemos ricos en Europa y tal vez nos estemos endeudando tanto para parecerlo que, cuando el mundo se globalice, nos tocará ejercer inexorablemente el papel de pobres. El euro estaba a 633 pesos chilenos a mitad del año y ahora se ha disparado a 950 euros. ¿Qué significa esto? O la economía chilena va a la quiebra o los europeos no vamos a vender ni un pedal en lo que nos resta de vida, eso es lo que significa.
No soy adivino, pero estimo que esta belle époque europea está llegando a su fin. Ya no tenemos tiempo para salvarnos a través de la innovación. El euro tendrá que entrar alguna vez en caída libre, que me perdonen los economistas. Y cuando eso suceda, si es que sucede, descubriremos que nuestros taxis no pueden costar tanto, ni que el buen yantar se salde con un ojo de nuestra cara, ni mucho menos que el techo donde nos cobijamos pueda dorarse sin más que un pequeño extra pues lo que vale realmente es el suelo donde se asienta.
Son muchos, y no solo los agoreros, que aventuran una rebaja del 60% en los precios inmobiliarios. Y, por consecuente, en la valoración de los edificios hoteleros. Me disgustaría asistir al cierre de muchos desde el palco. Quiero estar en la platea y achicar agua en este diluvio que se nos viene encima. Con ideas y una total transparencia a la hora de proponerlas.
Y todo porque el primer helor que he sufrido al aterrizar en Madrid esta mañana no ha sido el meteorológico, sino el económico: un hotel de alguien muy ilusionado acaba de entrar en concurso de acreedores. No es el único estos días, pero sí el primero con el que me he desayunado al pisar el caro suelo español.
¿Alguien tiene idea de lo que hacer el día después del Gordo de Navidad? Me encantaría leer alguna respuesta ingeniosa. Si no, como decían Tip y Coll, mañana hablaremos del Gobierno.
Fernando Gallardo