Estas palabras resonaron en mis oídos esta semana en el Kursaal de San Sebastián, donde se celebraba la primera edición del congreso Gastronomika con la participación de los cocineros más famosos del mundo. Nos encontrábamos todos en la sala grande, abrigados bajo el caparazón de madera que diseñara el arquitecto Moneo para esta gran instalación pública frente al mar. Tres largos días de ponencias y tres minutos escasos para referirse a lo esencial, el quid cultural del comer y el beber en el ser humano.
Son tres minutos más de lo habitual en servir comme il faut a nuestros clientes, subrayó el ponente, pero gracias a ese excedente de servicio nos los hemos ganado de por vida. Un plus de generosidad, no hace falta más. Por vocación y por inteligencia. Casi por obligación hacia el que se desplaza de lejos solo por sentir contigo y emocionarse con tu creación. Apenas tres minutos de nada y ya los tenemos en el bote.
Quien dijo eso esta semana en el Kursaal es el jefe de sala que obra en el restaurante más prestigioso del mundo, ElBulli. Yo lo percibí como el colofón de una voluntad de servicio que ha prosperado hasta lograr el paradigma de la hospitalidad. Porque no es solo la cocina lo que hace grande a Ferran Adrià. También lo eleva a la cima su socio y jefe de sala, Juli Soler, autor esencial de ese ballet que se representa cada día en Cala Montjoi para hacer de ElBulli un templo de los sentidos. Sí, claro, un restaurante es un negocio. Pero no ante todo. No cuando se quiere ser bandera de la excelencia. Cuando se sube al altar de los dioses, tres minutos de más no son nada y lo son todo para contentar a los comensales. Es el catecismo de la hospitalidad, el dietario de la atención personal, la dádiva de una noche de verano bajo las estrellas Michelín o Adrià.
Gastronomika 2009 nos ha regalado esto. Por primera vez, la cocina no es protagonista única del espectáculo culinario. La sala mantiene su dignidad, a pesar de que muchos la tengan olvidada en el baúl de Don Nadie. La sala es el lugar, y como en el hotel, el lugar es morada del genio. Si éste se nos aparece, la experiencia será completa. Y esto, por tres minutos de más en la liturgia.
Liturgias como las de antaño ya no quedan, salvo las que se practican en ElBulli y unos pocos restaurantes más. En los hoteles, se dan por desaparecidas. Pero a mí se me saltan las lágrimas cuando veo en su oficio, junto al viejo gueridón, cubiertos en mano, al gran Josep Monge, propietario y camarero del restaurante barcelonés Vía Véneto. ¡Qué destreza sin par! Verlo trinchando la carne, desmenuzando el pescado o pelando con una sola mano la naranja solicitada por el comensal se me hace la vista arte y el alma, destello en la noche. Un tirabuzón por aquí, una muletilla por allá, una verónica torera en torno al plato, o un jeribeque sobre el mantel. ¿Cómo hemos podido soslayar esta noble y escénica tradición? Nada más sensorial que una pieza operística de servicio auxiliar en esa sala concertante que es un buen restaurante.
Quiero liturgias así en los hoteles. Ser actor protagonista de un nuevo Barbero de Sevilla. Meterme en la máscara del No o entrar en trance bajo el maquillaje del Kabuki cuando estas escenificaciones se llevan hasta la mesa o la cama. Tal fue la maravillosa puesta en escena del matrimonio Ishida, cuyo restaurante Mibu, en el centro cosmopolita de Tokio, representa la quintaesencia de lo exclusivo en el arte culinario, el kaiseki. Verlo para creérselo. Porque, más allá del puro espectáculo sensorial, mucho más que el rico acto de alimentarse, la cocina kaiseki de los Ishida y su equipo de sala es una religión cuya liturgia se vive en intimidad. Una eucaristía de ingesta estacional, donde la primavera, el verano, el otoño o el invierno entran en boca a través de los labios, los oídos, la vista, la nariz, las manos, el corazón Hasta el alma.
A su mesa solo se sientan ocho personas, admitidas bajo una estricta selección por parte del matrimonio Ishida y por invitación de al menos dos comensales acreditados con anterioridad en el Mibu. La fórmula no persigue la exclusividad, sino la sinceridad de espíritu. Vale el esfuerzo porque entrar en Mibu es como asistir a una misa en el eremitorio del Gólgota. Ya lo he dicho, algo así como transitar por los sentidos hacia la espiritualidad, que será lo próximo que haremos cuando todos los hoteles incorporen en nuestras vidas la liturgia de los sentidos.
Un ir siempre y siempre más allá.
Fernando Gallardo (@fgallardo)
No viajo tanto como FG, pero siempre recordaré hace unos años una cena en un restaurante (Miramonti L’altro), nada lujoso pero inmaculado, nada céntrico pero a las afueras de Brescia (Italia),nada especial, pero que me sorprendió y me cautivó, por no decir «me violó» desde el inicio hasta el final de aquel ballet aéreo.
Recibido por la elegancia de una señora en traje largo oscuro de noche, acomodo en mesas redondas minimalistas y calurosas, fínisimas camareras de corte asíatico sirviendo con guantes blancos , sonrisas de Gheisas y educación de Cambrige..
Menú degustación de locuras italianas y alpinas que de 3 platos propuestos se convirtieron en 6 a base de 3 «sorpresas» entre cada uno de los primeros. Cuatro vinos de degustación (a la copa), el mejor y mas grande triple «carrelo» de quesos que he visto en mi vida con mas de 100 variedades, acompañadas por la elección de 5 mermeladas caseras y 5 clases de pan diferente.
Para terminar, el espectaculo de servir con pinzas de espaguetis desde una «montaña»blanca (emulsión increible que da al helado un estado que lo asemeja a un montón de trigo) hasta una gran copa balón de cristal, una porción de ese manjar frío que costaba catalogar como helado.
La sensación dentro de aquel balón era como estar esquiando en las nieves vírgenes de las laderas de los alpes. Todo esto y mucho mas, que se queda en el tintero pero que se guardó en mi cerebro para siempre, fué la gran «opera» que escucharon todos mis sentidos pausadamente..durante 3 horas que me parecieron terminables…..