Pipas de mandarina… Gominolas de shiso… Galletas de tomate… Orquídeas de pasión… Bombones de piñones al chocolate… ElBulli me ha devuelto ayer la ilusión desvanecida la temporada anterior. Con la boca pequeña -uno siempre tiene miedo a equivocarse- ya había comentado que Ferran Adrià se había distraído en demasía con sus conferencias internacionales, sus Madrid fusiones, sus altos vuelos artísticos en la Documenta de Kassel y sus apasionados viajes por el continente asiático en compañía de Isabel, su mujer. La desgustación, el año pasado, me pareció en exceso golosa, reiterativa, larga, superpuesta en sabores y algo confusa en su secuencia. Ojo al ídolo, advertí, que se nos puede caer aunque no tenga los pies de barro. Y parece que gracias a Dios, que comparte con él sus alturas, el mito sigue vivo. Vivito y coleando por un año más.
Seguro que los exabruptos lanzados por el escasamente iluminado Santi Santamaría han tenido que ver en la reacción del maestro de Cala Montjoy. Y su liberación de esas ínfulas artísticas cultivadas en Centroeuropa, donde noy hay cocinero loco que se le resista. Y el abandono de su propósito sabático, imperdonable para miles de fans suyos y otros cientos de miles que sueñan con serlo (si consiguen mesa en ElBulli). E, intuyo, que la sombra fiel y la inteligencia fina de Isabel muchísimo habrá tenido que ver también en la redención del ave fénix de la gastronomía.
Anoche, cené en ElBulli con dos buenos amigos de Barcelona -Sandra y Jaume- que habían cumplido años sin culminar su sueño de aproximarse al paladar los extraños juegos de boca que han dado fama universal a este recoleto restaurante de la Costa Brava. Desde las ocho y media de la tarde hasta las tres y media de la madrugada fuimos felices… Afirmo que ha vuelto la sensatez a la cocina de Adrià. Ha vuelto el genio creativo, la elegancia, la mesura, la cordura. Y ha nacido al fin la madurez. Nos pasa a todos con la edad. ¡Ay, los años!
No me dedico a la crítica gastronómica, por lo que no pienso repetir lo que ya han escrito mis colegas de la cosa. Estoy de acuerdo con José Carlos Capel. Este año, Adrià se ha manifestado con profundidad, ciencia y genio, sin espectáculo ni alharacas de prestidigitador. Esto de nuevo convencido de que es el número uno.
Sí quiero sumarme a una reflexión que Ferran nos hizo a partir de la madrugada, cuando compartió nuestra mesa y reflexionamos sobre el futuro de la hotelería, su pasión oculta. Nos contó los pormenores de su encuentro esta temporada con el pintor Miquel Barceló, del que ya había leído una crónica en la revista GQ. Se presentó el mallorquín en compañía de dos malienses altos, desgarbados y negros como el tizón. Quizá de la etnia bambara, apunté yo. Sospechó el chef que acaso serían los representantes de la Embajada de Malí o de cualquier otro organismo oficial del país donde actualmente vive el pintor. Pues no: eran los guardeses de su casa y se los había traído para que probaran una cocina en las antípodas de la que ellos acostumbraban como comensales del llamado tercer mundo. ¿Extrañaban el mijo? ¿Le hacían ascos al huevo de coco helado? ¿Sorprendidos por la gastronomía molecular? ¡Quiá…! Se lo comieron todo y bien a gusto.
«¿Ves, Ferran?», apuntó Barceló. «No hay comida rara, sino gente extraña.»
Moraleja: no diseñaremos un hotel de los sentidos raro, sino que se lo habremos de explicar a quienes muestren su extrañeza por el experimento. En Malí y en España.
Fernando Gallardo